Servicio del Día del Señor del 21 de septiembre del 2025

Pastor Sung Hyun Kim

Una tormenta repentina hizo que el mar nocturno se agitara con furia. El anciano, preocupado porque unos jóvenes forasteros no habían regresado, se dirigió al muelle. Su esposa intentó detenerlo, pero él, decidido, reunió a varios hombres y echaron una barca al mar. Navegaron hasta el lugar donde se había perdido la señal de los jóvenes y, con el reflector, iluminaron una y otra vez la oscuridad, pero fue en vano. Tras varias ocasiones en que la barca estuvo a punto de volcar y después de más de dos horas de búsqueda, al fin divisaron a los jóvenes, que apenas lograban mantener la cabeza sobre el agua. Lanzaron las cuerdas de rescate y lograron salvarlos a todos. Días más tarde, los jóvenes dijeron: “Qué suerte que aquel día usted salió a recoger las nasas de pesca y nos encontró. Tuvimos mucha suerte.” 

¿Qué piensa usted al escuchar esta historia? ¿Cómo cree que se sintió el anciano al oír las palabras de los jóvenes? El hecho de que el anciano los rescatara no fue simplemente porque ya estaba en el mar. Desde el principio, él salió con la intención de rescatarlos, enfrentándose a la oposición de su esposa y adentrándose en el mar nocturno en medio de la tormenta. Antes de subir al barco, se había preparado con esmero, y una vez en el mar, luchó contra elementos que ponían en riesgo su propia vida, sufriendo intensamente. El rescate de los jóvenes fue posible gracias a ese sacrificio del anciano. Sin embargo, ellos no solo tomaron a la ligera su sacrifico, sino que también negaron el corazón del anciano, que había luchado con tanto empeño por rescatarlos.

Lo lamentable es que incluso dentro de la fe, actitudes como estas no nos resultan extrañas. “¿No fue que el Hijo de Dios vino al mundo para rebajarse delante de Dios? ¿No fue que, ya que estaba en el mundo, aprovechó para salvar a los hombres? ¿No fue que, aunque al principio no pensaba en nosotros, al fin y al cabo, tuvimos suerte?” Aquel que es, por naturaleza, igual a Dios, se hizo carne para concedernos gracia. Aquel que no conoció pecado cargó con nuestros pecados y murió en la cruz. Pero si en nuestra boca salen palabras como esas, ¿acaso podemos realmente decir que somos personas que conocen el evangelio?

¿Por qué vino Jesús a esta tierra? La respuesta es clara: para morir por nosotros. Aquel que es igual a Dios no se hizo hombre simplemente para rebajarse a sí mismo delante de Dios. Lo hizo para salvarnos. Nuestra salvación no fue un producto secundario que surgió por casualidad en el proceso de hacerse carne, sino el mismo propósito que Dios había planeado desde antes de la eternidad. Él vino para que nosotros recibiéramos la vida de Dios, para rescatarnos de la tristeza y la desesperación, de la maldición y de las ataduras de la muerte. Aunque esto implicara un cambio irreversible y eterno, vino con el fin de darnos vida.

Cuando Aquel que es Dios se hizo hombre conforme a la profecía, a través del linaje de David, su condición de Hijo de Dios fue proclamada con claridad en la historia. Esto fue el cumplimiento exacto del plan que Dios había prometido por medio de los profetas. Nuestra salvación no es fruto de una casualidad, sino fruto del amor de Dios. No tratemos con ligereza este amor. Descubramos nuestra identidad en la confesión: “El Hijo de Dios vino por mí.” No debemos ser personas que, por las dificultades de la vida en este mundo, apartan a Cristo a un segundo plano. Más bien, conmovidos por ese amor que lo dejó todo y vino por nosotros, recibámosle con todo nuestro ser.